Esto deja fuera cualquier contenido y habilidad que sea considerado no-académico, generalmente lo perteneciente al hemisferio cerebral derecho; ignora cualquier cosa que no sea estrictamente gestionada por nuestro cerebro racional, como si las personas (especialmente estudiantes y educadores) pudieran dejar fuera de las aulas sus cerebros emocionales y reptilianos. Este principio, aún predominante, se basa en una concepción compartimentada de la persona: por un lado lo racional, de lo que debe ocuparse la escuela; por otra parte lo emocional, de lo que debe ocuparse la familia. ¿Resultado? La creencia de que la labor del profesorado es enseñar, y la de las familias, educar, una especie de división del trabajo que lleva, entre otras cosas, a que la imprescindible comunicación entre profesorado y familias sea innecesariamente difícil y problemática y, con demasiada frecuencia, desemboque en una discusión sobre quién debe hacer qué y cómo de la que el estudiante, que debería estar en el centro de la conversación, acaba desapareciendo.
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