En marzo de 2003, cuando trabajaba como coordinador de la Wakefield Academy for Careers in Medicine y profesor de Español y Latín en una escuela secundaria en el área metropolitana de Washington, DC, hubo una reunión del departamento de lenguas extranjeras en la que, a partir de una durísima discusión, me encontré verbalizando lo que iba a ser una ruptura definitiva con una concepción obsoleta y oprimente de la enseñanza, la vida escolar, la organización de los centros educativos y, sobre todo, las relaciones interpersonales dentro de una organización del tipo que fuera.
Unos días antes de esa reunión, había habido algunas conversaciones entre parte del profesorado de lenguas extranjeras con las que, básicamente, se intentaba tejer una red de acoso en torno a uno de los profesores del departamento. La estrategia premeditada de acoso surgió como una reacción visceral a unas diferencias de opinión en torno al uso de algunos de los recursos materiales (no dinero; se trataba de equipo audiovisual) del departamento. El contenido de una de esas conversaciones llegó a oídos de la directora del centro, quien decidió entonces participar en la reunión del departamento.
Durante la reunión, la presión creada y acumulada como resultado de esas conversaciones de pasillo (literalmente, conversaciones tenidas en el pasillo) cristalizó y se manifestó en la forma de un característico fenómeno de "scapegoating" (chivo expiatorio), un fenómeno bastante más común y frecuente en la vida de los grupos de lo que pueda parecer. Quienes habían estado tejiendo la red de acoso reaccionaron en cadena, en un esfuerzo casi inconscientemente coordinado, y coincidieron en señalar a uno de los profesores del departamento como causante de la inestabilidad, tensión y actitudes discriminatorias que eran, en realidad, resultado de varios días de maniobras de las mismas personas que hacían la acusación. Fue en ese momento cuando hice algo que había hecho algunas veces antes en los distintos lugares en los que había trabajado, que fue enfrentarme al grupo-masa inmerso en su irracionalidad incontrolada. Pero esta vez iba a ser diferente, porque lo hice sin sentir miedo, como había sentido otras veces, y desde la fuerza inmensa, imparable, que proviene de las convicciones profundas. Esa vez, por primera vez, fui capaz de poner ante el grupo-masa un espejo en el que pudiera ver reflejado lo que hacía y las convicciones profundas, las creencias, por las que lo hacía. Durante toda la discusión, me limité a insistir en una sola idea, que era, para mí, la regla de oro que hacía tiempo que estaba siendo sistemáticamente violentada, y sin la cual, tarde o temprano, nos acabamos perdiendo irremediablemente: "las personas son lo primero; las cosas vienen después". Nada más que eso. Nada menos que eso.
Seis meses después empecé un Master en Desarrollo Organizacional y Coaching en American University / NTL. Al hacerlo, empezaba a andar el camino que me llevaría a equiparme para empezar una nueva etapa profesional (y personal) guiada precisamente por esas dos palabras: "people first".
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